miércoles, 11 de enero de 2012

Cobardes

“Lo que pasa”, me dice un conocido, “es que ustedes son unos cobardes. En el deporte sobre todo, pero en muchos aspectos de la vida también”. Me dejó pensando; primero, porque no definió –tampoco alcancé a preguntarle- a quién se refería con “ustedes”. Podían ser los hombres, los simpatizantes de un determinado equipo de fútbol, los miembros del grupo familiar, o todos los chilenos. Como no me dio más pistas, me puse a darle vueltas al asunto.
El año pasado, un conocido partido político sin mayor representación pública (la única representación democrática que emana de la voluntad popular), decidió que el Gobierno de la centro- derecha (que a estas alturas de derecha tiene bien poco) había tenido respiro suficiente, y estableció la necesidad de quebrantar la institucionalidad de una manera bastante ruidosa. Sus elegidos fueron los estudiantes secundarios y universitarios, porque quedaba feo un grupo de veteranos consumidores de langostas protestando por las calles. Fueron bastante cobardes, porque se valieron de los jóvenes (quienes gustosos se dejaron utilizar, por lo demás) para introducir una piedra bastante molesta en el zapato de la democracia. La gente –según las encuestas- los apoyó mayoritariamente, entre otras cosas porque las personas buscan siempre el beneficio personal. Se escudó en el miserable y egoísta deseo de no pagar por algo que, desde un punto de vista técnico, pero también ético, no es justo que sea gratis. Pero salió con cacerolas a la calle, como si estuviera pasando hambre, aprovechando la circunstancia, en una actitud que también es cobarde.
Como resultado de estos movimientos, que se hicieron profusamente conocidos en el mundo porque nuestros periodistas tienen muchos intereses en el tema, se masificaron las revueltas cargadas de violencias, con protagonistas recurrentes: los encapuchados, que no son más que estudiantes que no estudian con capucha (los créditos de esta definición son de Máximo), a los que se suman delincuentes comunes y anarquistas de ocasión. Los encapuchados son el símbolo de la cobardía, porque actúan con el rostro cubierto para evitar ser reconocidos y, así, eludir la acción de la justicia. Pero además son cobardes porque cuando llegan a ser detenidos, sus abogados –los mismos que defienden causas de DDHH- alegan exceso de fuerza policial y sus derivados. Es decir, somos choros cuando estamos con la cara tapada y cuando podemos atacar bancos, locales, edificios y hasta a la gente común, pero cuando tenemos que responder por nuestros actos, somos inocentes ciudadanos desarmados que, por lo demás, tenemos derecho a protestar contra el sistema represivo y la policía violenta.
La temporada estival marcó el fin –digamos, las vacaciones- del así llamado movimiento estudiantil, para iniciar la temporada de incendios forestales, intencionados y focalizados. Seamos claros: si un día aparece gente destruyendo un helicóptero para apagar incendios, y menos de una semana después se generan grandes llamaradas en las cercanías, es cosa de sumar dos más dos. Por lo demás, el quemar cosas (casas, animales, predios, hasta personas) es una estrategia muy utilizada por quienes exigen reivindicaciones históricas en ese sitio. Pero no. Basta que el Gobierno los culpe para que salten a defenderse como gato de espaldas. “No permitiremos que se acuse a las comunidades mapuches”, dicen sus voceros. Queda poco para que lo repitan los líderes estudiantiles y los representantes de la Concertación, muy afines a sus causas (¿será que son parte de la misma estrategia? ¿Por qué esperaron hasta que se dejara de hablar de un tema para iniciar otro? Al menos, da para pensarlo). Nuevamente, el mensaje: somos choros para quemar el país, pero no se les vaya a ocurrir aplicarnos la Ley Antiterrorista porque eso es un abuso. Es decir, son unos cobardes, como los que atacan amparados en las encuestas, como los que destruyen con el manto protector de los inefables derechos humanos. Como el Gobierno mismo, que pareciera estar siempre a medio camino entre defender su gestión y buscar todo el tiempo la genuflexión ante los demás.
Todos cobardes.