La semana pasada
estalló un conflicto que pudiera parecer menor en una institución privada. El
asunto es la renuncia de un alto personero que denunció, entre otras cosas, que
el Consejo Directivo prefiere pagar el arriendo del inmobiliario que dicha institución
ocupa antes de cancelar los sueldos e imposiciones de los trabajadores. El
pequeño detalle –según la denuncia del renunciado personaje- es que la
inmobiliaria responde a los mismos dueños que la institución que la contrata.
Para clarificar: la Universidad del Mar (ya habrá adivinado el lector de
quiénes estamos hablando) prefiere pagar el arriendo de sus sedes a una
inmobiliaria controlada por ellos mismos que pagar los sueldos e imposiciones
de sus funcionarios.
Hasta aquí, es
un caso que –de ser cierto- no da lugar a interpretaciones disímiles, por
cuanto se trata de una situación reñida con la ética, e incluso con la ley. Pero,
no hay que confundirse, sigue siendo una situación privada, un conflicto que
tiene una institución de carácter privada en su interior, y que tendrá que ser
investigada y sancionada por las autoridades competentes. Que el negocio en el
que se desenvuelve la institución sea el de la educación (dije negocio y
educación en la misma oración; va a venir Satanás a buscarme por malvado), para
el caso, da lo mismo, porque es un problema entre particulares, y donde todos
los involucrados (dueños, directivos, trabajadores y clientes (dije clientes en
vez de alumnos, ahora sí que nos cocinamos (?))) tendrán que ser representados
correctamente en los estamentos que correspondan.
Pero hay una
trampa. En este país, siempre la hay. En este caso, tiene que ver justamente
con la naturaleza del negocio, porque la educación se ha convertido en un tema
sagrado, casi en el único que se toca en materia de políticas públicas. La trampa
es justamente que, de a poco, se avizora que este no es un tema privado. No porque
intrínsecamente no lo sea, sino porque los grupos de presión así lo han
posicionado. A estas alturas, ni hace falta desenmascararlos, porque se trata
de los mismos que vienen tratando de copar la agenda pública desde que se les
cortó el elástico el año pasado (o, mejor dicho, desde que el Gobierno generó
una reforma al financiamiento de la educación tan grande, que no les quedó otra
que quejarse porque sí). Así es: estamos hablando de los estudiantes que ya no
quieren estudiar (a lo mejor necesitan vacaciones trimestrales, por eso arman
las manifestaciones a partir de mayo), junto con sus dos grandes aliados: los
periodistas de sus canales y radios amigas y los políticos oportunistas de
turno. A los encapuchados no los cuento porque son en realidad parte del grupo
de estudiantes.
La trampa de
estos grupos es fácil de adivinar: se aprovechan de cualquier tema vinculado
con la educación, por tangencial que sea (repito, por si no quedó claro: este
es un asunto entre privados, que debe resolverse de ese modo) para generar caos.
Para mostrar su “fuerza”, aunque ella no esté basada más que en cálculos
tendenciosos sobre la cantidad de gente que asiste a sus convocatorias. Para desestabilizar
la institucionalidad, porque si la verdadera preocupación estuviera en la
educación, entonces habrían dialogado gustosos con quienes influyen en ésta. Porque
si el eje fuera la educación, entonces no tendrían nada que hacer en el
discurso del 21 de mayo. Pero no es así: este monstruo creado por políticos,
seguido por estudiantes y alimentado por los medios de comunicación, se cree un
influyente actor político, por encima de la institucionalidad democrática.
Esto puede
parecer exagerado, aunque el año pasado la chispa la encendió el posible cierre
de la UTEM (a propósito, ¿qué tiene que ver eso con el lucro? ¿Y qué tiene que
ver el lucro con la gratuidad? ¿Y esta última con la Constitución de 1980?). Ojalá
lo sea. De todas maneras, es mejor pecar de exagerado que de laxo. Pregúntenle a
la ex presidenta Bachelet. Aunque esa es otra historia.